23 agosto 2006

De vacaciones, recordando (VI)

De niña empezó mi admiración por la vida monástica que en lugar de decrecer ha ido aumentando hasta pensar en pasar temporadas largas en un entorno que vivifica el cuerpo y el espíritu. La vida cotidiana estructurada en acciones habituales y útiles. La sencillez del entorno, la belleza de lo cuidado con esmero por querido y valorado. La vida contemplativa, el sentido del ser, la naturalidad lejos de “la bulla” mental y social a la que nos sometemos la gran mayoría de los humanos y que nos parece tan magnífica. El silencio y la belleza inigualable de la contemplación del vacío fértil transformado en la aparición de una nueva flor, el singular por irrepetible ocaso del sol, la pertenencia al momento presente y por tanto la disciplina en obligar a la mente a vivir el ahora. La despreocupación por lo banal que tanto nos entretiene. La desaparición del consumismo para llenar ese vacío que no creemos fértil.
El silencio del que he hablado, que paradoja.
Sentir que eres, ante todo eres y notar la plenitud que eso significa.
Respetar la vida sin jerarquías. Todo es.
Por cierto ayer un buen partido y una diversión amorosa con mi familia.

En la foto el claustro de la Catedral de la Seu

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