18 agosto 2005

Entre dos luces


Uno debe vivir en el lugar donde vive su gente, me dijo un día Roger , él tiene la virtud de haber nacido con aquel conocimiento profundo que tienen las personas de bien, esa sabiduría innata que surge de un espacio mas allá del pensamiento. Creo que tiene razón y aquí estoy en esta ciudad mía que destila pasado y sobriedad, en la que por cada grieta puedes atisbar un trocito de futuro.
A veces creo que también amanece en ésta ciudad; entonces entre el cemento aparecen los primeros rayos de sol multiplicando su luz en los espacios acristalados, disparándola a todos los vientos mas mansos y silenciosos ahora. El cielo aparece y los coches disminuyen su velocidad, aún sin pretenderlo. Es momento de que los pájaros, libres o cautivos ensalcen con trinos el instante, es momento para que los árboles respiren profundamente y se atusen las ramas; los limpiadores de la ciudad sonrían (algunos porqué termina su jornada), las fuentes ofrezcan sus aguas mejor depuradas.
Aparecen en los mercados y los comercios los panes y los peces que un poco mas tarde saldremos a ganarlos con el sudor de nuestra frente. Las aceras esperan los primeros pasos, se apagan las farolas con la luna, se encienden ventanas dibujando puzzles de edificios. Es momento de silencio, de cierto recogimiento para sentir que el rito continúa, que la conciencia está atenta al momento del resurgimiento. Es tiempo para sentir ese asomo de trascendencia que nos obliga a estar más comprometidos con ese primer día del resto, para agradecer que una (yo en este caso) viva dónde de debe vivir, al lado de las personas que ama, y agradecer que cierta sabiduría me sea transmitida, en este caso, por mi hijo.

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